La luz del apagón

Las causas, los motivos de –ser- podrían guardar cierto parecido con las luces: a veces iluminan tanto que ciegan lo demás, a veces son tenues sin poder alumbrar más allá de este instante. A veces calientan, otras queman, y en ocasiones no llegan a dar el candor necesario. Visto así, la vida podríamos imaginarla como un juego de luces; unas que están, otras que siempre estuvieron, otras que vendrán, y otras que pondremos… Ella se recorría encendiendo las velas que evitaran la severa oscuridad de quedarse a solas, eternamente a solas. Con valentía había llegado a la extenuación reciclando la cera de unas viejas velas con el tejido de un pasado con el que hilo a hilo elaboraba sus mechas. Se estaba quedando sin cerillas, y sin fuerzas para salir a buscarlas. Iba prendiendo de un filamento a otro sus motivos para poder seguir viendo algo, con la mínima certeza de que un fuego puede encender otro fuego. Se sentía titilar entre las brillantes y lejanas voces, las miradas preocupadas que le rodeaban y que caían por ella como cera caliente. No entendía por qué nadie entendía. No entendía por qué ella misma no entendía y a ratos quería dejar de entender que apagar, es un dilema posible. Se culpaba con la sola idea de dejar de brillar, cuando sentía que ya hacía tiempo que su sombra no llegaba muy lejos, aunque cada vez era más grande, o más profunda, no lo sabía bien. Una sombra que ya más se parecía a un agujero negro que todo lo absorbe, que a su reflejo sin rostro. Tal vez eso perseguía, desdibujar su rostro para no verse más forzada a dar la cara, cuando ya lo había dado casi todo. Es como si pensara que apagar fuera la única opción propia que la vida le dejaba. Los colores son hijos de la luz y los ojos del que mira, y sin ésta, no hay colores, y ella lo percibía todo muy gris. Tan gris que vivía en una permanente tarde de domingo, un domingo lleno de caramelos del socorro. La oscuridad le daba miedo, y por ello seguía buscando respuestas hasta el límite de su claridad. Conocía del primer al último detalle de todo lo conocido, y lo volvía a revolver por no buscar donde realmente se perdió su razón, que era donde ya no podía ver. Tal vez eso temía del apagón, encontrarse a sí misma a solas, sin un solo ruido ni distracción. Sin despiste posible de lo que imaginaba como un insoportable resplandor. Se descuidaba mirando la indolente forma de vivir de los demás, como si pudiera suponer que en ellos no había tal temida ausencia de luz. Se intrigaba y consolaba, se veía por fin menos sola cuando en el dolor de otros se sentía acompañada. Por fin alguien podía acercarse sin mirar a la sima de dejar de pertenecer a ningún lado, al pozo sin cubo ni cuerda del que beber alguna respuesta. Su soledad se desvanecía por unos instantes y se sentía extraña, como si fuera otra. Y en esa compañía entenderá que no sólo tenemos velas para ver, y cambiará su entristecido cirio por un furioso farol para con miedo transitar su oscuridad, habitar lo que en ella es. Que luz y sombra son necesarias una para que tenga lugar la otra. Entenderá la unicidad de cualquier rayo de luz en la realidad, que mientras su corazón lata puede haber una razón sin desazón, un haz de luz que saliera de ella. De sus lágrimas podrá elaborar la parafina combustible de su blandón, derramará que ni ella ni el azar tuvieron algo que ver en esto. Entenderá que hay una luz en el apagón, si es que ese es su deseo.

Madrid 2020

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