Náuseas para desayunar

Nada como empezar el día con una buena arcada. Le había cogido el disgusto a sentir que tenía algo que expulsar de sí mismo o de sus días, y digo sentir, explícitamente, porque pensarlo no lo pensaba sino más bien lo dudaba. Aguantaba el fiero debate entre encontrarse bien o mal, según el rato como si del azar fuera la cuestión. Devoraba dudas y su cuerpo vomitaba certezas a partes iguales. Se servía una buena ración de rechazo a veces en la ducha, a veces mientras se vestía de pensamientos positivos, a veces intentando tragar el café, o mientras pensaba en la reunión que vendría después… Miraba a veces sorprendido sus enrojecidos ojos mientras se planteaba el porqué, si todo iba bien. Confiaba en digerir este ruido sin tener que hacer excursiones extra al baño, que el tiempo lo descolocaría todo en su lugar y era una cuestión de paciencia. Conseguía ir poniéndose a tono gracias a esta idea y en la medida que pasaba el rato, ya parecía encontrarse mejor o disimularlo mejor. Llenaba su estómago de tareas y así encontraba cierta paz en este palo al navegar. Mareas de un mareo al no saber ya qué pensar. Ya estaba preparado para afrontar el día deseando que llegara la noche. ¿Qué anhelaba en la noche, cuando todo parecía terminar? ¿Terminar qué? Se preguntaba a veces. Terminar con esta pelea, con esta guerra. “Necesito ayuda”, se planteaba, “no…” se respondía, «esto lo tengo que hacer solo”. Porque desgraciadamente lo vivía así, como una batalla que hay que ganar. Se planteaba lo absurdo que es pelear con uno mismo, pues siendo así ganar y perder suceden al mismo tiempo y en el mismo lugar. La suma es cero. La única garantía de una guerra será un enorme sufrimiento. La guerra es conflicto y tal vez era su manera de no dejar escapar su cifrado conflicto. Pero no dejaba de pelear, convencido, como si hubiera algo malo que de sí debía extirpar, mutilar; sus propios mensajes, sus pesadillas, sus manos frías y húmedas, su sospecha de estar dejando de tocar tierra, la cabuyería en sus entrañas, o su corazón, que últimamente se parecía más al rebato que se quiere hacer escuchar que al órgano que regula la intensidad de sus días. Pelear ya no era entonces pelear, sino resistir, aguantar, tolerar… ¿Resistirse a qué…? Y vuelta a empezar. Miedo. Miedo a tener miedo. Y vuelta a empezar. Sentía las desbordantes sensaciones de la adrenalina desde la calma de un sofá. Mirar a su alrededor y sentir que nada es igual, como si el alcance de las cosas de siempre fueran a ser en adelante las de nunca. Tiene el presentimiento de que su cuerpo le avisa, como un aliado en su supuesta guerra, el mismo presentimiento que le lleva a pensar que su cuerpo y él son la misma cosa. Es valiente, y la valentía no se saca de un bolsillo, pero sí se ubica donde uno la necesita. Valiente es quien, con miedo, o mejor dicho, a pesar del miedo se dispone a resolver el devenir natural de la vida. Ojalá pusiera todo su afán y valentía en mirar lo que ocurre dentro, en el intercambio con lo que ocurre fuera. En algún momento dejará de disfrazar sus elecciones de destino, y tal vez se podrá mirar como un ser humano. Entenderá que es imposible renunciar a lo que uno es, a lo que uno sueña, aunque en este momento tenga forma de pesadilla. Entenderá que hay otras opciones que puede desayunar, si es que ese es su deseo.

Madrid 2020

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