Vivía en una sala de espera

Era una sala perfectamente adornada de buen gusto, cuidando las pequeñas generalidades. Ella, a ratos pensaba que en realidad no tenía que pasar nada, que aquel lugar estaba convenientemente bien. Del mismo modo, otros ratos se le hacía pequeña aquella estancia, asfixiante, de un aire viciado de tanto respirarlo. Aguardaba con paciencia su momento mientras allí sólo pasaba el tiempo. Había de todo; cuencos con caramelos de ricos sabores para otros, las visitas de siempre aunque no fueran los mismos, libros y revistas de los que sabía perfilar cada página, y unos sofás ya con la forma en que ella sabía esperar. De hecho, a ratos, podía despistarse y ni sabía que estaba esperando. ¿Esperando qué? Se preguntaba. Preservaba su desesperación, acompañada del suave ambientador de la inquietud de su bucle, aroma que recorría haciendo espirales con los pies… También había un espejo, uno que a menudo usaba para retocarse en lugar de mirarse, y así estar lista por si estallaba el ansiado instante, el soñado momento de empezar su vida. A menudo imaginaba cómo sería; con las palabras y las personas precisas… sería casi tan impecable como su perfectamente minúscula sala de espera. No es de extrañar, pues pasó su larga niñez y su aún a ratos duradera pubertad, como si no fueran tanto la vida como la preparación para ésta. Esto le tenía muy confundida, porque no tenía claro quién, cómo, ni cuándo iban a dar el pistoletazo de salida. Y esperaba, y desesperaba. Desde este ángulo, parecía el tiempo una eterna inocencia, un patio de juego donde ensayar la posibilidad de una vida propia. ¿Pero qué vida si ya estaba todo aquí dentro? Poco a poco fue discutiendo con cada elemento de su acabada estancia, algo no le cuadraba. Agarró una tiza que hace tiempo resolvió abandonar en un cajón. El cajón de-sastre, lo llamaba, porque era el rincón donde relegaba todas las cosas que amenazaban quebrar su delicado equilibrio. Cajón lleno de todo aquello que peligrosamente le devolvía su espontaneidad, su autenticidad y que le permitían brotar las dudas. Empezó a dibujar las cosas que allí echaba de menos; se podían intuir los leves trazos de una puerta por la que entrar y salir, y una ventana por la que intentar tirar lo que le sobraba. A la puerta la llamó aprobación y a la ventana, deseo. Olvidó dibujar el pomo y pensó que tal vez estaba fuera, y así, que tal vez estaba poniendo fuera lo que es de dentro, que puerta ya había, pero que tal vez no es la que estaba esperando. Que no podía forzar al olvido en su cajón cualquier anhelo imborrable de un suspiro de promesas. Empezó a mirar aquella habitación con otros ojos, y con ella, a sí misma. La tristeza se le escurría por los instantes de las paredes, pesados y largos, mientras hacía su espiral. Se atrevió a saltarse el quicio y asomarse torpemente por la puerta. Notaba el aire de la gente al pasar y una luz intensa que no le permitía distinguir bien el jardín de flores de las dudas. Flores de las que aún no podía apreciar sus colores. Rápidamente escondía su cabeza, cerraba la puerta y se sosegaba en su ahora reducida sala de espera. Miraba con sospecha si todo lo que allí había anclado era de obligado estilo, o más bien la hermosa referencia de lo que otros dejan para nosotros, una guía de la que tomar parte, la parte que eligiera. ¿Puedo elegir? Estrujaba en la pared con su tiza… Exasperada, arrancó y guardó con delicadeza los cuadros de avisos y encargos de precaución, del miedo enmarcado tras un cristal. Los llevó a su cajón que rebautizó como cajón de poner orden. Y ordenará el mundo que le espera, que es el suyo. Y sus dudas, y su espanto, y su vivir sin permiso, si es que ese es su deseo.

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